Tomás había tenido un mal día en el colegio. Las notas habían salido y para su desgracia el boletín parecía un campo de guerra, lleno de rojos como si hubieran pintado con sangre.

Cuando llegó a casa, ya tenía los ojos inyectados en rabia. Su madre, al verlo entrar intentó consolarlo diciendo que lo importante era intentarlo. Pero él ya estaba en modo volcán.

Se dirigió hacia la videoconsola como un torbellino descontrolado, decidido a olvidar su desastre escolar. Pero justo cuando iba a encenderla, su madre, con una serenidad explosiva le dijo que no habría videojuegos hasta mejorar esas notas.

Y allí en ese instante, el mundo de Tomás se derrumbó. Su cara se puso roja como un tomate y sus ojos se llenaron de lágrimas de furia.

Gritó como si lo estuvieran desterrando de la Tierra. Lanzó los mandos de la consola al suelo, pateó la mesa y comenzó a dar vueltas por la sala como un tifón de rabia pura.

"¡Es todo culpa del colegio!

¡Los profesores me odian!" gritaba, mientras tiraba los cojines del sofá al suelo.

El ruido llegó al vecindario, donde los vecinos comenzaron a murmurar que un terremoto emocional había sacudido la casa de los García. Dudaban si llamar a la policía o no, el escándalo era monumental.

Ahora Tomás es un adulto centrado, cuando en su trabajo su jefe y sus compañeros le hablan mal, enseguida se calman porque ven que a el no le afecta, como si un huracán se apartase cuando se encuentra a Tomás a su paso y acabase desapareciendo.

Mientras sus compañeros y su jefe toman un Lexatin para reducir su estrés, el sale a la puerta de la oficina a respirar aire puro, contemplar los árboles y los pájaros cantando. Todo cambió gracias a lo que aprendieron sus padres y lo que le enseñaron a lo largo de los años para poder afrontar las situaciones estresantes de una manera tan beneficiosa para su mente y su cuerpo.

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Ahora Tomás le dice a sus padres:

“Gracias papa, gracias mama, os debo haber nacido, pero también os debo haber aprendido a vivir y saber disfrutar de la vida”.

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